Un jarro de agua fría

Recuerdo con claridad lo que sentí cuando escuché la noticia. Cuando llegó a mis oídos aquello a lo que sabía que me iba a enfrentar. Lo esperaba, lo sabía, iba a pasar algo así. Lo había visto en su mirada, el temor en los ojos de ella, en sus palabras. La rabia contenida en los ojos de él.  

Estaba siendo una guardia tranquila, sólo tuve esa llamada, pero tenía su parte mala, claro, me tocaba atender al agresor… Así son las guardias en violencia de género, tienes que quedarte con el paquete completo, no puedes elegir.

Llega el momento de entrevistarme con él. Mientras cruzo el calabozo y me acerco a la celda, un escalofrío recorre mi cuerpo, ese cosquilleo. ¿Intuición, presentimiento? Me digo a mi misma: «esto no va a ser fácil». 

Bajo la tenue luz de la celda lo veo allí sentado, los brazos sobre las rodillas, la mirada perdida a través de los barrotes, una sonrisa torcida cruza su rostro, en su barbilla puedo apreciar unos arañazos rodeados por sangre seca. Aunque está sentado, su presencia es imponente, viste una cazadora de estilo motero y unas botas que le dan mayor rudeza a su aspecto. Su mirada, creo que nunca podré olvidar esa mirada, no podía verlo sólo yo, estaba ahí. Empieza a hablarme y entonces veo a lo que me enfrento. Un encantador de serpientes. Su voz es pausada, una tonalidad suave acompaña sus palabras, no se altera al relatar los hechos, no emplea insultos ni palabrotas, ni siquiera cuando habla de las lesiones que ella le produjo en su defensa. No necesito saber más. Tengo delante mía a un maltratador. De libro.

Va a ser duro, siempre es duro cuando tienes que ser la abogada del que sientes que es el malo de la historia, pero no hay elección, o lo tomas o lo dejas, los presuntos agresores tienen derecho a un abogado, ¿Quieres estar aquí como abogada? Tienes que comerte todo lo que no te guste, ejercitar la defensa de la mejor manera, desde la aplicación pura del Derecho, luego veremos si esto compensa. En mi caso me compensa. Con poder ayudar a una sola víctima me doy por satisfecha. Adelante.

Hora de declarar, nada diferente a lo habitual, insultos en casa que acaban siendo mutuos, él intenta empujarla contra la pared, ella se defiende con sus manos. Un anillo un poco aparatoso roza su rostro causando unos rasguños. Los dos víctima y agresor pero la «lesión» visible sólo perjudica a uno. Ella intacta.

Jurídicamente hablando voy a ganar mi defensa. El abogado contrario tranquilo, «es ella la que ha perdido los papeles, letrada, no pretenda ver más allá». Acusación de delito leve para ella y nada para él, insultos de los que no hay testigos. Él satisfecho pero con esa rabia en la mirada, pasar una noche en el calabozo no es del gusto de nadie, por mucho que te hagas el duro. Sé reconocer a  una víctima y a un agresor, tantos años en esto me han dado esa «fortaleza». No puedo quedarme de brazos cruzados, ninguna norma me impide intentar ayudarla. Aprovecho el momento en que él está firmando la libertad, y mientras no nos mira, meto rápidamente mi tarjeta en su chaqueta. «Llámame» murmuro moviendo los labios.

 Me llamó.

Nerviosa e impaciente, sus voz trabada a través del teléfono. Me la imagino mirando de un lado a otro, tocando su pelo, estrujando las manos. Su situación no es fácil, tiene dos hijos de otra relación, la convivencia con él es cada día peor, está desesperada, ya no es ninguna niña para liarse la manta a la cabeza. Le doy una cita para venir a verme, tengo recursos que ofrecerle, una casa de acogida donde vivir y empezar de cero, apoyo psicológico. 

 Pero esa cita nunca tuvo lugar.

Se tiró del coche de él en marcha. Él no tuvo ni que tocarla, no hizo falta. Sólo sus palabras consiguieron arrojarla a la carretera. 

El poder de las palabras.

El poder del miedo.

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