HUIDA

Hace frío, mucho frío. En esa casa siempre hace frío. Se le cala hasta los huesos. Se echa una manta a los hombros y se acerca a la ventana. Con dificultad ha conseguido por fin que los niños duerman, el bebé está tan inquieto. Dispone de un par de minutos antes de que él vuelva a la habitación. Tiene que planear su huida. Su única obsesión desde hace una semana. Ya consiguió huir de su país. Llegar a España. Una vida nueva. Mejor. O no.  

Desde la ventana alcanza a ver parte del gran jardín que rodea la casa, el huerto, los animales. La sinuosa carretera que conduce al pueblo se le antoja tan lejana pero tan esperanzadora. La casa está en un alto, el principal motivo de ese frío que no consigue sacarse de encima. Y esas ventanas. No cierran bien, son de madera, viejas, las bisagras oxidadas. Todo en esa casa es tan viejo… De repente siente cómo se le escapa la esperanza, está sujeta por un hilo tan fino. Suspira.

Tiene que salir bien. No puede fallar en su plan. El mínimo error podría echar a perder su huida, y se quedaría atrapada en esa pesadilla sin fin. No tiene a nadie a quien recurrir, está sola, ella y sus dos hijos. Y él, él tiene a toda su familia, sus amigos. Y luego está el viejo. El viejo lo sabe todo, está ciego, pero los oye. Las discusiones, los gritos, los golpes, los llantos. Y luego el silencio. Pero no dice nada. Sentado todo el día en ese sillón de flores apolillado. Escuchando la radio, hablando por teléfono. No se lo puede reprochar.

Mañana. Es el día que él no vendrá a casa a comer, el único día que  ella puede intentar escapar. Cruza los dedos, repasa su plan mentalmente, minuto a minuto. Se gira bruscamente, él acaba de entrar interrumpiendo sus pensamientos.

– No permitiré que los niños tarden tanto en quedarse dormidos. Encárgate o lo haré yo.- Su tono furioso ya no le sorprende-. Ahora a la cama.

– Claro- asiente resignada.

Como cada mañana, día tras día, se levanta, despierta a los niños y prepara el desayuno. Todo transcurre con normalidad, el bebé llora, el mayor corretea, el viejo no dice nada. Y él se marcha, dejándola como cada día sola en esa casa tan grande, tan fría, tan antigua, tan triste. 

Procura no mostrar ansiedad, aunque el viejo no vea lo intuye todo. Recoge la mesa, friega, prepara el agua para los biberones… Con cuidado de no hacer ruido mete en la bolsa del bebé galletas, agua, potitos, lo suficiente para la comida y la cena. Seguro que encuentra algún sitio para dormir. ¿Verdad?. Sí, tiene que encontrarlo. Flaquea, por un momento el llanto parece venir a su rostro, pero se lo guarda. 

Deja al viejo en la planta de abajo, en el sillón, con su radio y su teléfono, y sube a preparar la pequeña bolsa de deportes que trajo de su país con sus cosas, ahora para meter la ropa de los tres. Mira el reloj ansiosa, no puede perder más tiempo. Coge la bolsa, el bebé pegado a su pecho y el niño agarrado de la mano.

Baja y camina sigilosa hacia la salida trasera de la casa, tendrá que atravesar parte del huerto y el gallinero, pero es la única manera de salir sin que los vecinos la vean. Está lloviznando, así que le resulta difícil teniendo que tirar de los niños, pero lo consigue. Llega a esa puerta trasera que ya no se usa y que conduce a la carretera. Esa puerta que la puede llevar a la salvación.

La atraviesa, mira a los lados temerosa y comienza a caminar, y caminar y caminar. La parada de autobús para llegar al pueblo está a veinte minutos de la casa, pero con los niños a cuestas se convierten en casi una hora. Pero llega. Y sube al bus.

La mitad de su plan está listo. Ya queda menos.

 Desde que nació el bebé, hace diez meses, no ha salido apenas de la casa, sólo al huerto y a dar de comer a los animales. Él no la deja. Ni trabajar ni salir. «Yo me encargo del trabajo, del dinero y de las compras. Tú cuida de la casa y de los niños. Y del viejo.» Punto.

 No conoce el pueblo lo suficiente, el poco tiempo que lleva allí apenas lo ha visitado, pero es un sitio pequeño, piensa que puede conseguirlo. Se aferra a la esperanza con desesperación. Tiene que hacerlo. Por sus hijos. Por ella. 

Baja del autobús y pregunta por el Ayuntamiento, seguro que allí encuentra a alguien que la ayude. El bebé llora, tiene hambre, el mayor empieza a protestar por el cansancio. Se refugia de la lluvia en un soportal. Les da de comer, les canta, les calma. No puede ir a una cafetería, tiene el dinero justo para coger el bus de vuelta si el plan no sale bien. La última opción. 

Encuentra lo que parecen unas oficinas al lado del Ayuntamiento. Sí, parecen algo público. 

Entra. Empapada por la lluvia, sudorosa, el bebé en brazos y el niño de la mano.

Tres mujeres trabajan concentradas frente a sus pantallas. La miran sorprendidas desde sus mesas.

– Necesito ayuda. Mi marido me maltrata. Acabo de huir. No tengo adónde ir. 

Las mujeres se levantan, la sujetan, la abrazan.

Y ella se derrumba. Llora. Se desvanece.

La ayuda ha llegado.

Lo ha conseguido.

  La huida ha terminado. 

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